El autor de Historia crítica de
la ciencia argentina (Capital Intelectual) expone cómo el impulso
que dio Sarmiento a la investigación se debilitó a principios del siglo XX por
prejuicios ideológicos, se recuperó con la Reforma y luego, fugazmente, con Houssay. Esa
lucha paralizadora entre el conocimiento y la ideología parece continuar hasta
hoy
Sábado 25 de
octubre de 2008 | LaNacion.com.ar
Bernardo
Houssay. Con él, volvió el espíritu científico a los laboratorios
argentinos. Foto: Archivo
Por Julio
Orione
Para LA NACION
Durante la segunda
mitad del siglo XIX, Domingo F. Sarmiento dio un empujón inigualado al
desarrollo de la ciencia argentina. En pocos años, siguiendo la obra visionaria
realizada décadas antes por Bernardino Rivadavia, no sólo trajo al país a
investigadores de la talla del naturalista Germán Burmeister y el astrónomo
Benjamin Gould. También creó la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba con un
nutrido conjunto de sabios europeos, celebró los trabajos científicos de
Francisco J. Muñiz y auspició la carrera arqueológica y paleontológica de
Florentino Ameghino, a quien identificó como el campeón de las nuevas ideas
evolucionistas que se expandían por el mundo a partir de la obra revolucionaria
de Charles Darwin.
Sarmiento desplegó
en la Argentina
lo que Gerald Holton llamó “el programa de investigación jeffersoniano”, una
actitud que busca desarrollar investigaciones científicas en consonancia con el
contexto de una sociedad dada en un momento dado. El ánimo arrollador del
sanjuanino y su visión de futuro le permitieron identificar algunas de esas
áreas: el conocimiento del territorio, su historia y sus riquezas, a través de
la obra geológica y paleontológica de Burmeister, Muñiz, Ameghino y los
investigadores de Córdoba, y la mirada hacia los cielos por medio del
observatorio comandado por Gould. Al mismo tiempo, Sarmiento impulsaba a los
ganaderos a leer a Darwin para que hallaran en su obra la explicación
científica de la selección de especies que ellos hacían de manera empírica.
Conviene recordar
aquí una propuesta del historiador George Basalla, quien habla de tres períodos
en los procesos de difusión de las ciencias en el mundo periférico. El primero
consiste en la provisión, por parte de las sociedades “precientíficas”, de
materiales para la ciencia europea; el segundo, en el desarrollo de formas
científicas coloniales, y el tercero completa el proceso de trasplante y
dispersión con una lucha por lograr tradiciones científicas independientes en
cada país. Lo hecho por Sarmiento podría coincidir con ese tercer período: un
país que trata de consolidar un sistema científico independiente con aportes de
la ciencia moderna.
Un rumbo que no fue
Hacia finales del
siglo XIX, la Argentina
vivió un período de extraordinario crecimiento económico que, sin embargo, no
tuvo paralelo en la actividad científica. El historiador José Babini llamó a
ese período “la crisis científica del 90″, cuando el empuje inicial de
Sarmiento se enlenteció al no tener continuadores con su misma visión
estratégica del desarrollo del país. En un viaje a Estados Unidos, el
sanjuanino había advertido que era imperioso diversificar la producción. Pero
la explosión de las exportaciones de materias primas ocurrida en el fin de
siglo oscureció esas propuestas: las mieses y el ganado parecían la única
respuesta a las necesidades de una nación que recibía al mismo tiempo millones
de nuevos pobladores provenientes del Viejo Mundo.
Ya a principios del
siglo XX el empuje científico se había agotado, excepto en el ámbito de la Universidad de La Plata, donde se produjo un
peculiar desarrollo de las ciencias físicas. Es cierto que emergieron
individualidades de interesantes perfiles, como el naturalista Ángel Gallardo y
el paleontólogo Ángel Cabrera, pero el contexto institucional iniciado por el
sanjuanino para la ciencia argentina se hacía borroso. Y durante los primeros
años del nuevo siglo hubo más interés entre los jóvenes por las carreras
técnicas que por el conocimiento básico.
En mi libro Historia crítica de
la ciencia argentina muestro cómo sólo con la aparición en el
escenario de Bernardo Houssay se puede empezar a hablar de un ánimo profesional
en la actividad científica del país. Nombrado en la cátedra de Fisiología de la Universidad de Buenos
Aires por sus méritos como investigador, en oposición a la figura del profesor
Frank L. Soler (que sólo podía ostentar antigüedad en cargos universitarios),
Houssay entró en el ruedo académico bajo la tutela de los nuevos aires traídos
por la Reforma
Universitaria de 1918. Era el triunfo del mérito científico
por encima del prestigio de un apellido.
Pero el mérito
científico no bastaba en una sociedad en ebullición como era la Argentina de la primera
posguerra mundial. En el marco de un país que se había enriquecido tan
rápidamente por obra de las exportaciones agrarias como había aumentado su
población a consecuencia de la inmigración, la actividad científica no escapaba
de marcados enfrentamientos en el seno de las instituciones académicas. La Reforma Universitaria
había dado un fuerte golpe al quietismo tradicionalista, pero con la llegada de
la dictadura militar de José F. Uriburu se produjo un primer apagón en las
aulas superiores. El exilio de Aníbal Ponce, el primero de un científico
argentino en el siglo XX, fue su símbolo más potente.
Ponce fue el gran
discípulo de José Ingenieros, multifacético ensayista que impulsó una mirada
fuertemente crítica sobre la sociedad y las costumbres. Cuando Ingenieros
murió, Ponce lo sucedió al frente de la Revista de Filosofía y años después creó
el Colegio Libre de Estudios Superiores, donde quienes se veían alejados de los
ámbitos académicos oficiales hallaban una tribuna que no ponía restricciones a
sus ideas. Por su tribuna pasaron numerosos jóvenes que se incorporaban con
fuerza a la investigación científica.
Representantes de
una derecha filofascista que se asentaba en el país veían con alarma ese ámbito
pluralista que no dejaba de molestar con su independencia intelectual. Y
decidieron atacar a la cabeza: Aníbal Ponce, que por esos años había sido
incorporado a la cátedra de Psiquiatría del eminente José T. Borda, fue
denunciado por no haber terminado sus estudios de Medicina y, por lo tanto, no
tener título habilitante. Tras un enconado combate que se libró en las cámaras
de Diputados y Senadores de la
Nación, Ponce fue defendido por Julio A. Noble y por Lisandro
de la Torre,
quienes denunciaron que se trataba de una persecución ideológica. Destituido de
sus cargos docentes, Ponce se exilió en México. Nadie podía imaginar entonces
cuántos científicos argentinos iban a verse obligados a seguir sus pasos en los
tiempos que vinieron.
¡Viva la técnica!
Mientras avanzaban
las primeras décadas del siglo XX, la ciencia argentina marchaba a los
tropezones, perdido ya el ímpetu sarmientino. Al mismo tiempo, empezó en el
gobierno de Hipólito Yrigoyen y continuó durante los de los generales Uriburu y
Agustín P. Justo un proceso de desarrollo técnico impulsado por sectores
militares, en las áreas del acero, el petróleo, la fabricación de aviones. En
estas áreas, que prácticamente no incluían el trabajo de las universidades, el
mayor esfuerzo recayó en instituciones del Estado como YPF y la Fábrica Militar de
Aviones y, posteriormente, Somisa. Si bien estas actividades requerían
investigación, empezó a producirse en el país el divorcio entre la
investigación básica en ciencias, que seguía siendo patrimonio de las
universidades, y la investigación aplicada, destinada a esos desarrollos
tecnológicos. Este divorcio sólo fue corregido en parte durante el período
posterior a 1955, cuando las universidades nacionales, y especialmente la de
Buenos Aires, lograron dar un importante salto que vinculaba la investigación
básica con la aplicada. La
Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, donde se instaló la
primera computadora para cálculos científicos, fue el centro de este fenómeno
que marcó un renacer de las ideas de Sarmiento en pleno siglo XX. Pero no duró
mucho: la Noche
de los Bastones Largos, en 1966, puso fin a esa nueva ilusión de progreso.
Hubo una sola isla
en ese tiempo que, gracias al interés que producía en los sectores militares la
posibilidad de contar con armas sofisticadas, hizo posible la continuidad de la
investigación científica y técnica hermanadas. Fue la Comisión Nacional
de Energía Atómica (CNEA), un organismo nacido de un tremendo fiasco
protagonizado por Juan D. Perón y el “sabio” austríaco Ronald Richter, quien
convenció al mandatario de que en la Argentina era posible dominar la fusión nuclear
(el principio de la bomba de hidrógeno) para aplicaciones energéticas.
Era la culminación
de la mencionada tendencia tecnófila de los militares argentinos, que se
fascinaban con propuestas que podrían lograr resultados llamativos en áreas
vinculadas a lo bélico. Fue así como se llegó a la construcción del avión de
reacción Pulqui (con planos de Kurt Tank, refugiado alemán que trajo a Richter)
y a que Perón se entusiasmara con las descabelladas propuestas de Richter. Pero
como a veces no hay mal que por bien no venga, el intento de Richter hizo
posible la aparición de José A. Balseiro, un joven científico serio que formó
parte del comité evaluador del fantasioso proyecto atómico de la isla Huemul el
cual, obviamente, fue descalificado. La participación de Balseiro, y años
después, de Jorge A. Sabato y otros destacados científicos del área nuclear,
hizo posible el nacimiento de la
CNEA, un organismo que mantuvo durante varias décadas una
continuidad científico-técnica inédita en el país, que en buena medida también
mostraron los institutos de tecnología agropecuaria (INTA) e industrial (INTI).
De la atracción a
la expulsión
Pocos años después
del exilio de Ponce, el golpe de Estado de 1943 inició una era de persecuciones
contra la inteligencia crítica y el pluralismo. Houssay en Buenos Aires, así
como Aldo Mieli y otros investigadores en el interior fueron perseguidos por
los “nazionalistas” (como se decía en esa época). Oscar Ivanissevich, ministro
de Educación del gobierno surgido del golpe, y más tarde también ministro de
Perón, fue el impulsor de medidas restrictivas contra los científicos e
intelectuales a los que calificaba abiertamente de “marxistas” y “comunistas”,
aunque muchos de ellos eran pensadores liberales opositores a las ideas
filofascistas en auge en la
Argentina de los años cuarenta. Más de dos mil profesores
universitarios fueron dejados cesantes en esos años por razones ideológicas.
En esos tiempos, la
mayoría de los perseguidos no optaba por el exilio: por eso se habla de
“exilios interiores”. Cuando la persecución se hacía demasiado agresiva, los
científicos e intelectuales optaban por crear centros independientes para
desarrollar sus actividades. Fue lo que había iniciado Ponce en la década del
30 con su Colegio Libre y lo que hizo Houssay al crear un instituto propio, ya
que para él la idea de irse del país no tenía sentido pues creía, como muchos
otros, que pronto todo volvería a la normalidad. Como dijo su biógrafo
Marcelino Cereijido: “Pensábamos que el período peronista no había sido un
segmento de historia argentina, algo que al país le hubiera sucedido o que los
habitantes hubiéramos experimentado, sino una especie de vahído nacional, un
lapso sin información ni memoria…”.
En esos años, la
ideología oscurantista predominó en los ámbitos del Estado. El Primer Congreso
Nacional de Filosofía, efectuado en Mendoza en 1949, fue presidido por
Ivanissevich y representó el mayor intento del peronismo para consolidar las
corrientes irracionalistas. Se buscaba establecer de manera excluyente la
denominada “doctrina justicialista”, enunciada durante la inauguración del
congreso por Perón, una posición que pretendía abolir toda posibilidad de
pluralismo intelectual en los ámbitos académicos y universitarios. En esa
época, según el testimonio de Mario Bunge: “Numerosos científicos se
acostumbraron a comer de la mano de los militares y a gozar de la seguridad de
su protección, lo que no era poca cosa en una época en que los antiperonistas
teníamos dificultades para conseguir licencia para conducir y en que nos era
imposible conseguir pasaporte”.
La fuga de cerebros
hacia los países del Norte empezó en la Argentina en 1940 y siguió un curso ascendente
hasta alcanzar a fines de la década del 80 la cantidad de 150 mil graduados
universitarios viviendo en el exterior. Entre ellos, cientos de investigadores
destacados, además de algunos científicos de primerísimo nivel internacional y
dos premios Nobel. Ellos fueron Federico Leloir (quien se fue del país en los
años cuarenta y obtuvo el premio Nobel en 1970, cuando ya había regresado a la Argentina) y en la
década del 60, César Milstein, premio Nobel en 1984. Milstein nunca volvió a
residir en el país. Además de quienes fueron a países centrales, otros
científicos se asentaron en Venezuela, México y Brasil. Hubo emigrados por
razones diversas, especialmente económicas, y hubo exiliados que debieron irse
por las persecuciones ideológicas que hasta ponían en riesgo la vida. En ambos
casos los resultados fueron negativos para la salud de la ciencia argentina.
Con el retorno de la democracia en 1983 hubo algunos regresos, pero la mayoría
de los investigadores continuaron sus carreras en el exterior. La ausencia de
tantos cerebros valiosos fue el resultado de cambios profundos, sociales,
políticos y culturales, en un país que había sido “atractor” y en el transcurso
de un siglo se convirtió en “expulsor”.
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