viernes, 13 de julio de 2012

CONICET: Bernardo Houssay. Con él, volvió el espíritu científico a los laboratorios argentinos. Foto: ArchivoBernardo Houssay. Con él, volvió el espíritu científico a los laboratorios argentinos. Foto: Archivo

25 oct 2008  por Ricardo Paulo Javier

El autor de Historia crítica de la ciencia argentina (Capital Intelectual) expone cómo el impulso que dio Sarmiento a la investigación se debilitó a principios del siglo XX por prejuicios ideológicos, se recuperó con la Reforma y luego, fugazmente, con Houssay. Esa lucha paralizadora entre el conocimiento y la ideología parece continuar hasta hoy
Sábado 25 de octubre de 2008 | LaNacion.com.ar

Bernardo Houssay. Con él, volvió el espíritu científico a los laboratorios argentinos. Foto: Archivo
Por Julio Orione
 Para LA NACION
Durante la segunda mitad del siglo XIX, Domingo F. Sarmiento dio un empujón inigualado al desarrollo de la ciencia argentina. En pocos años, siguiendo la obra visionaria realizada décadas antes por Bernardino Rivadavia, no sólo trajo al país a investigadores de la talla del naturalista Germán Burmeister y el astrónomo Benjamin Gould. También creó la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba con un nutrido conjunto de sabios europeos, celebró los trabajos científicos de Francisco J. Muñiz y auspició la carrera arqueológica y paleontológica de Florentino Ameghino, a quien identificó como el campeón de las nuevas ideas evolucionistas que se expandían por el mundo a partir de la obra revolucionaria de Charles Darwin.
Sarmiento desplegó en la Argentina lo que Gerald Holton llamó “el programa de investigación jeffersoniano”, una actitud que busca desarrollar investigaciones científicas en consonancia con el contexto de una sociedad dada en un momento dado. El ánimo arrollador del sanjuanino y su visión de futuro le permitieron identificar algunas de esas áreas: el conocimiento del territorio, su historia y sus riquezas, a través de la obra geológica y paleontológica de Burmeister, Muñiz, Ameghino y los investigadores de Córdoba, y la mirada hacia los cielos por medio del observatorio comandado por Gould. Al mismo tiempo, Sarmiento impulsaba a los ganaderos a leer a Darwin para que hallaran en su obra la explicación científica de la selección de especies que ellos hacían de manera empírica.
Conviene recordar aquí una propuesta del historiador George Basalla, quien habla de tres períodos en los procesos de difusión de las ciencias en el mundo periférico. El primero consiste en la provisión, por parte de las sociedades “precientíficas”, de materiales para la ciencia europea; el segundo, en el desarrollo de formas científicas coloniales, y el tercero completa el proceso de trasplante y dispersión con una lucha por lograr tradiciones científicas independientes en cada país. Lo hecho por Sarmiento podría coincidir con ese tercer período: un país que trata de consolidar un sistema científico independiente con aportes de la ciencia moderna.
Un rumbo que no fue
Hacia finales del siglo XIX, la Argentina vivió un período de extraordinario crecimiento económico que, sin embargo, no tuvo paralelo en la actividad científica. El historiador José Babini llamó a ese período “la crisis científica del 90″, cuando el empuje inicial de Sarmiento se enlenteció al no tener continuadores con su misma visión estratégica del desarrollo del país. En un viaje a Estados Unidos, el sanjuanino había advertido que era imperioso diversificar la producción. Pero la explosión de las exportaciones de materias primas ocurrida en el fin de siglo oscureció esas propuestas: las mieses y el ganado parecían la única respuesta a las necesidades de una nación que recibía al mismo tiempo millones de nuevos pobladores provenientes del Viejo Mundo.
Ya a principios del siglo XX el empuje científico se había agotado, excepto en el ámbito de la Universidad de La Plata, donde se produjo un peculiar desarrollo de las ciencias físicas. Es cierto que emergieron individualidades de interesantes perfiles, como el naturalista Ángel Gallardo y el paleontólogo Ángel Cabrera, pero el contexto institucional iniciado por el sanjuanino para la ciencia argentina se hacía borroso. Y durante los primeros años del nuevo siglo hubo más interés entre los jóvenes por las carreras técnicas que por el conocimiento básico.
En mi libro Historia crítica de la ciencia argentina muestro cómo sólo con la aparición en el escenario de Bernardo Houssay se puede empezar a hablar de un ánimo profesional en la actividad científica del país. Nombrado en la cátedra de Fisiología de la Universidad de Buenos Aires por sus méritos como investigador, en oposición a la figura del profesor Frank L. Soler (que sólo podía ostentar antigüedad en cargos universitarios), Houssay entró en el ruedo académico bajo la tutela de los nuevos aires traídos por la Reforma Universitaria de 1918. Era el triunfo del mérito científico por encima del prestigio de un apellido.
Pero el mérito científico no bastaba en una sociedad en ebullición como era la Argentina de la primera posguerra mundial. En el marco de un país que se había enriquecido tan rápidamente por obra de las exportaciones agrarias como había aumentado su población a consecuencia de la inmigración, la actividad científica no escapaba de marcados enfrentamientos en el seno de las instituciones académicas. La Reforma Universitaria había dado un fuerte golpe al quietismo tradicionalista, pero con la llegada de la dictadura militar de José F. Uriburu se produjo un primer apagón en las aulas superiores. El exilio de Aníbal Ponce, el primero de un científico argentino en el siglo XX, fue su símbolo más potente.
Ponce fue el gran discípulo de José Ingenieros, multifacético ensayista que impulsó una mirada fuertemente crítica sobre la sociedad y las costumbres. Cuando Ingenieros murió, Ponce lo sucedió al frente de la Revista de Filosofía y años después creó el Colegio Libre de Estudios Superiores, donde quienes se veían alejados de los ámbitos académicos oficiales hallaban una tribuna que no ponía restricciones a sus ideas. Por su tribuna pasaron numerosos jóvenes que se incorporaban con fuerza a la investigación científica.
Representantes de una derecha filofascista que se asentaba en el país veían con alarma ese ámbito pluralista que no dejaba de molestar con su independencia intelectual. Y decidieron atacar a la cabeza: Aníbal Ponce, que por esos años había sido incorporado a la cátedra de Psiquiatría del eminente José T. Borda, fue denunciado por no haber terminado sus estudios de Medicina y, por lo tanto, no tener título habilitante. Tras un enconado combate que se libró en las cámaras de Diputados y Senadores de la Nación, Ponce fue defendido por Julio A. Noble y por Lisandro de la Torre, quienes denunciaron que se trataba de una persecución ideológica. Destituido de sus cargos docentes, Ponce se exilió en México. Nadie podía imaginar entonces cuántos científicos argentinos iban a verse obligados a seguir sus pasos en los tiempos que vinieron.
¡Viva la técnica!
Mientras avanzaban las primeras décadas del siglo XX, la ciencia argentina marchaba a los tropezones, perdido ya el ímpetu sarmientino. Al mismo tiempo, empezó en el gobierno de Hipólito Yrigoyen y continuó durante los de los generales Uriburu y Agustín P. Justo un proceso de desarrollo técnico impulsado por sectores militares, en las áreas del acero, el petróleo, la fabricación de aviones. En estas áreas, que prácticamente no incluían el trabajo de las universidades, el mayor esfuerzo recayó en instituciones del Estado como YPF y la Fábrica Militar de Aviones y, posteriormente, Somisa. Si bien estas actividades requerían investigación, empezó a producirse en el país el divorcio entre la investigación básica en ciencias, que seguía siendo patrimonio de las universidades, y la investigación aplicada, destinada a esos desarrollos tecnológicos. Este divorcio sólo fue corregido en parte durante el período posterior a 1955, cuando las universidades nacionales, y especialmente la de Buenos Aires, lograron dar un importante salto que vinculaba la investigación básica con la aplicada. La Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, donde se instaló la primera computadora para cálculos científicos, fue el centro de este fenómeno que marcó un renacer de las ideas de Sarmiento en pleno siglo XX. Pero no duró mucho: la Noche de los Bastones Largos, en 1966, puso fin a esa nueva ilusión de progreso.
Hubo una sola isla en ese tiempo que, gracias al interés que producía en los sectores militares la posibilidad de contar con armas sofisticadas, hizo posible la continuidad de la investigación científica y técnica hermanadas. Fue la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), un organismo nacido de un tremendo fiasco protagonizado por Juan D. Perón y el “sabio” austríaco Ronald Richter, quien convenció al mandatario de que en la Argentina era posible dominar la fusión nuclear (el principio de la bomba de hidrógeno) para aplicaciones energéticas.
Era la culminación de la mencionada tendencia tecnófila de los militares argentinos, que se fascinaban con propuestas que podrían lograr resultados llamativos en áreas vinculadas a lo bélico. Fue así como se llegó a la construcción del avión de reacción Pulqui (con planos de Kurt Tank, refugiado alemán que trajo a Richter) y a que Perón se entusiasmara con las descabelladas propuestas de Richter. Pero como a veces no hay mal que por bien no venga, el intento de Richter hizo posible la aparición de José A. Balseiro, un joven científico serio que formó parte del comité evaluador del fantasioso proyecto atómico de la isla Huemul el cual, obviamente, fue descalificado. La participación de Balseiro, y años después, de Jorge A. Sabato y otros destacados científicos del área nuclear, hizo posible el nacimiento de la CNEA, un organismo que mantuvo durante varias décadas una continuidad científico-técnica inédita en el país, que en buena medida también mostraron los institutos de tecnología agropecuaria (INTA) e industrial (INTI).
De la atracción a la expulsión
Pocos años después del exilio de Ponce, el golpe de Estado de 1943 inició una era de persecuciones contra la inteligencia crítica y el pluralismo. Houssay en Buenos Aires, así como Aldo Mieli y otros investigadores en el interior fueron perseguidos por los “nazionalistas” (como se decía en esa época). Oscar Ivanissevich, ministro de Educación del gobierno surgido del golpe, y más tarde también ministro de Perón, fue el impulsor de medidas restrictivas contra los científicos e intelectuales a los que calificaba abiertamente de “marxistas” y “comunistas”, aunque muchos de ellos eran pensadores liberales opositores a las ideas filofascistas en auge en la Argentina de los años cuarenta. Más de dos mil profesores universitarios fueron dejados cesantes en esos años por razones ideológicas.
En esos tiempos, la mayoría de los perseguidos no optaba por el exilio: por eso se habla de “exilios interiores”. Cuando la persecución se hacía demasiado agresiva, los científicos e intelectuales optaban por crear centros independientes para desarrollar sus actividades. Fue lo que había iniciado Ponce en la década del 30 con su Colegio Libre y lo que hizo Houssay al crear un instituto propio, ya que para él la idea de irse del país no tenía sentido pues creía, como muchos otros, que pronto todo volvería a la normalidad. Como dijo su biógrafo Marcelino Cereijido: “Pensábamos que el período peronista no había sido un segmento de historia argentina, algo que al país le hubiera sucedido o que los habitantes hubiéramos experimentado, sino una especie de vahído nacional, un lapso sin información ni memoria…”.
En esos años, la ideología oscurantista predominó en los ámbitos del Estado. El Primer Congreso Nacional de Filosofía, efectuado en Mendoza en 1949, fue presidido por Ivanissevich y representó el mayor intento del peronismo para consolidar las corrientes irracionalistas. Se buscaba establecer de manera excluyente la denominada “doctrina justicialista”, enunciada durante la inauguración del congreso por Perón, una posición que pretendía abolir toda posibilidad de pluralismo intelectual en los ámbitos académicos y universitarios. En esa época, según el testimonio de Mario Bunge: “Numerosos científicos se acostumbraron a comer de la mano de los militares y a gozar de la seguridad de su protección, lo que no era poca cosa en una época en que los antiperonistas teníamos dificultades para conseguir licencia para conducir y en que nos era imposible conseguir pasaporte”.
La fuga de cerebros hacia los países del Norte empezó en la Argentina en 1940 y siguió un curso ascendente hasta alcanzar a fines de la década del 80 la cantidad de 150 mil graduados universitarios viviendo en el exterior. Entre ellos, cientos de investigadores destacados, además de algunos científicos de primerísimo nivel internacional y dos premios Nobel. Ellos fueron Federico Leloir (quien se fue del país en los años cuarenta y obtuvo el premio Nobel en 1970, cuando ya había regresado a la Argentina) y en la década del 60, César Milstein, premio Nobel en 1984. Milstein nunca volvió a residir en el país. Además de quienes fueron a países centrales, otros científicos se asentaron en Venezuela, México y Brasil. Hubo emigrados por razones diversas, especialmente económicas, y hubo exiliados que debieron irse por las persecuciones ideológicas que hasta ponían en riesgo la vida. En ambos casos los resultados fueron negativos para la salud de la ciencia argentina. Con el retorno de la democracia en 1983 hubo algunos regresos, pero la mayoría de los investigadores continuaron sus carreras en el exterior. La ausencia de tantos cerebros valiosos fue el resultado de cambios profundos, sociales, políticos y culturales, en un país que había sido “atractor” y en el transcurso de un siglo se convirtió en “expulsor”.

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